Monday, October 02, 2017

La cuestión religiosa*

La cuestión religiosa*
por Manuel González Prada

Cuando se habla de lanzar un libro contra los dogmas católicos o de fundar un periódico de combate, muchos hombres con ínfulas de graves pensadores o de avisados políticos, no censurarán del todo la campaña religiosa, pero niegan diplomáticamente la conveniencia y oportunidad de iniciarla. Como Bertoldo no encontraba ningún árbol que pudiera servirle de horca, así los avisados políticos y los graves pensadores no hallan ocasión favorable para combatir la sacrosanta religión de sus abuelas. Debe respetarse -dicen- las convicciones ajenas, conviene no escandalizar a los simples y sencillos ni quitar a los desgraciados el consuelo de la fe. Algunos, tomándola desde muy alto, suelen afirmar que no vale la pena de consumir las fuerzas cerebrales en cuestiones de poca monta o de orden inferior.

Respetar las convicciones ajenas. Los católicos ¿dan el ejemplo? Leamos a los apologistas o defensores de la Iglesia, y veremos que los más tolerantes y moderados comienzan por infamar a los dioses de todos los olimpos y concluyen por arrastrar en el lodo a los creyentes de todas las religiones.

El católico de buena raza, sube al cielo para degollar a las divinidades, desciende a la Tierra para estrangular a los infieles, y en seguida forma de todos los cadáveres, divinos y humanos, una inmensa montaña para instalar en la cumbre al hijo de un palomo y de una mujer. La ortodoxia romana condena al oprobio las civilizaciones anteriores al Cristianismo y considera a la mayoría de la Humanidad viviente como una manada de lobos entretenidos en procrear y devorarse. Si en el otro mundo no salen muy bien librados los hombres que mueren sin haber recibido el agua del bautismo, en esta vida no hacen un papel muy honroso los judíos, los budistas, los musulmanes ni los mismos protestantes: fuera de la Iglesia Católica no hay salvación; tampoco hay ciencia, virtudes ni honorabilidad. El hombre no tiene derecho de exigir a los demás hombres sino lo que él mismo se halla dispuesto a concederles en igualdad de circunstancias: entonces ¿con qué derecho piden el respeto a sus convicciones los individuos que no saben respetar la conciencia ni la honra de sus prójimos?

No escandalizar a los simples y sencillos. El católico ¿no escandaliza, también a los demás hombres (entre los que seguramente no faltan simples ni sencillos) cuando se burla de todas las creencias y de todos los creyentes? O el escándalo de un musulmán al oír escarnecer a Mahoma ¿vale menos consideraciones que el de un papista al ver combatir la divinidad de Jesucristo? Dejando el terreno de las religiones positivas; o más bien, saliendo del campo donde católicos y no católicos se escandalizan mutuamente, debemos preguntar: ¿no se produce escándalo entre los librepensadores al hablarles de una divinidad trina, de una Virgen-madre, de un hombre-Dios, de un Papa infalible o de unos libros dictados por el Espíritu Santo? ¿No se escandaliza también a los sabios cuando se pone a la Religión frente a frente de la Ciencia, y hasta en escala superior? Al sabio le sobra razón para escandalizarse, pues los misterios y dogmas encierran tanto absurdo como la teoría de los cuatro elementos, como el horror de la Naturaleza al vacío, como el sistema geocéntrico de Tolomeo. Desde que el apogeo de la Iglesia coincide con el mayor abatimiento y la mayor ignorancia de la Humanidad, debemos llamar al Catolicismo el supremo escándalo de la Historia, no sólo en el presente siglo sino en el porvenir. Si nosotros nos escandalizamos hoy de nuestros antepasados al constatar sus groseras supersticiones, nuestros descendientes se escandalizarán mañana de nosotros al ver la enorme desproporción de nuestro desarrollo mental, porque mientras en el orden científico hemos llegado a fijar el verdadero método, en materias religiosas seguimos admitiendo los errores y supersticiones de un cafre. Efectivamente, nos reímos de los pobres egipcios que hacían nacer a sus dioses en los huertos o jardines, y tratamos con seriedad y respeto a los hombres que extraen a su Dios de las panaderías. ¿Cabe mucha diferencia entre divinizar una lechuga y adorar un disco de migajón?

Quitar a los desgraciados el consuelo de la fe. Podemos igualar el Catolicismo con la tintura de árnica; la Ciencia, con los poderosos desinfectantes modernos. Si admitimos que a un fanático se le deje la fe, por servirle de consuelo, aceptemos también que a un pobre diablo se le permita su tintura de árnica en lugar de ácido fénico y el sublimado. ¿Por qué no dejamos al hombre del pueblo con su doctora y su curandero? El médico le asusta, el curandero y la doctora le consuelan. Si no hay consuelo más seguro que la religión ni consoladores más eficaces que los sacerdotes ¿por qué en todas nuestras enfermedades no recurrimos al mónago ni encerramos la terapéutica en una serie de manipulaciones y mojigangas litúrgicas? Desde que el bromuro de potasio tiene un sabor desagradable y el bisturí causa dolor, curemos la epilepsia con un pax tecum y extraigamos un divieso con un vade retro, Satana! En vez de otorgar a los desgraciados el consuelo de la fe ¿no valdría más proporcionarles los medios de conseguir la felicidad terrestre, sin perjuicio de obtener la dicha celestial? A los desheredados del mundo, la fe les sirve de espejismo; como si dijéramos de engañifa, para soltar el bocado y entretenerse en perseguir la sombra. Supongamos que nos ponemos a marchar por delante de un asno hambriento, dándole a oler un manojo de hierba, pero no dejándole atrapar un solo bocado. Ningún católico negará que practicamos una buena acción -que procedemos conforme al espíritu de caridad evangélica- pues si no damos al burro el placer de engullirse una sola rama, le proporcionamos el consuelo de olerlas todas. Lo que un bufón de mal gusto haría con el borrico, lo hace la fe con los desgraciados.

Las cuestiones religiosas pertenecen a un orden inferior. No lo negamos; concedemos que muchos hombres resuelven el problema religioso en los primeros años de la juventud, y aun en los albores de la adolescencia; concedemos que la inteligencia, al salir de la ignorancia, se despoja del Catolicismo como el niño al escapar de la noche uterina se desembaraza del meconio; concedemos que en la sociedad las religiones hacen el papel de carnes fungosas involucradas en las células de un organismo; concedemos que, dada la difusión de los conocimientos, nadie puede llamarse católico sin llevar reblandecidas las tres cuartas partes de la masa cerebral; hasta concedemos que todas las religiones antiguas y modernas son a la Ciencia como el insecto y el microbio son al cuerpo del hombre. Porque nos consideramos un animal superior ¿miraremos con tal desprecio a los bichos inferiores que impunemente nos dejaremos devorar? Mefistófeles opinaba con más cordura que los avisados políticos y los graves pensadores, cuando decía:

"A la pulga que nos pique
¡Reventarla, amigos míos!"

En resumen: el respeto a las convicciones ajenas, el escándalo a los simples y sencillos, el consuelo de la fe y las cuestiones inferiores, deben considerarse como sofismas, paparruchas y salidas de tono. Lo esencial estriba en resolver si el Catolicismo encierra o no la verdad. Si la encierra, verifiquemos un movimiento regresivo, organicemos la sociedad moderna conforme al modelo de las naciones medioevales, o, en dos palabras, sometamos el poder civil al poder eclesiástico, sin admitir más códigos que el Syllabus; si no la encierra, entonces proveámonos de una buena escoba, y sin el menor escrúpulo, hagamos con los dogmas y misterios, con el hombre-Dios y la Virgen-madre, algo semejante a lo que Don Quijote de la Mancha hizo con la titiritera morisma de maese Pedro.

Con el Catolicismo no se avienen los términos medios: si no se le acepta en globo, se le rechaza en bloque.
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*Publicado en La Idea Libre, de Lima, el 6 de abril de 1901. Manuel González Prada ¡Los jóvenes a la obra!, p. 471,Textos Esenciales, David Sobrevilla, Biblioteca de Congreso, 2009.
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